Participación de las víctimas en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ¿Verdadera participación?
Registro en:
978-958-5466-80-7
Autor
Fandiño Bohórquez, Andrés
Institución
Resumen
A dos años del Acuerdo Colón (24 de noviembre de 2016), la incertidumbre
y las esperanzas afloran en materia de implementación del Acuerdo suscrito
entre el gobierno colombiano y el exgrupo guerrillero FARC. No es para
menos, la lectura de vaso medio lleno o medio vacío no se hace esperar. Más
de cuatro complejos años de negociación para la construcción de un documento
histórico, leído de forma positiva por la Comunidad Internacional
y los expertos en terminación de conflictos en el mundo, pero seriamente
cuestionado en el marco interno por aquellos que aún veían en la guerra
una opción para Colombia.
Entre otras consecuencias, fruto de la firma del Acuerdo, hoy podemos
destacar: el fin de la guerra, la entrega de armas, el cierre de la “fábrica de
víctimas”, la construcción de proyectos de vida de los viejos excombatientes,
la reconstrucción de territorios y las esperanzas de millones de víctimas y de
colombianos en la creación de las condiciones del “nunca jamás”. Y aunque
han surgido muchas limitaciones a la hora de implementar la tamaña
empresa de la paz, el solo Acuerdo y el fin de la guerra ya son un triunfo.
Un triunfo que aún huele a pólvora, lágrimas y abandono del Estado y de
una sociedad que se enamora gradualmente de la paz. Es evidente que la
consolidación de este proceso y el cumplimiento de lo pactado apenas
avanza en un país que construye de forma lenta una nueva historia política
desligada de la violencia y las armas. Qué difícil vernos sin armas, sin guerra,
sin conflicto armado. De la noche a la mañana desnudos, “sin fierros”, sin
enemigos eternos, sin “terroristas”, sin emboscadas, sin muertos, sin motivos
para continuar matándonos.
El Acuerdo Colón, aunque seriamente intervenido a partir del triunfo del
“No” en las urnas, constituye además de una gran hoja de ruta, un modelo a seguir en materia de transición. Es un documento único, es un proceso
histórico, es una de las mejores noticias del siglo XXI para Colombia, la
historia le dará su digno lugar. Es el reflejo de una exguerrilla cuyo origen
campesino y liberal cifró en la tierra y el campo parte de sus originales
reivindicaciones, lastimosamente afectadas por el mundo del narcotráfico
en los años 80 y la pauperización de sus ideales políticos. También el
Acuerdo es el fiel ejemplo de la intervención de las víctimas en la construcción
de una nueva historia. Es un documento escrito a mil manos, millones
de espíritus, millones de esperanzas.
Así, leer el Acuerdo de Paz es observar la historia de Colombia y de su
conflicto armado con esta antiquísima guerrilla: tierra, reforma rural
integral, participación política, sustitución de cultivos ilícitos y justicia
transicional. Otro será el panorama del Acuerdo que se deberá suscribir
con la guerrilla del ELN. Este es el Acuerdo con las FARC y lo mínimo que
pueden hacer tanto el Estado como la sociedad y los actores es cumplirlo.
Pero esto no hubiese sido posible sin un contexto internacional y nacional
en clave de víctimas, sin la participación de los que padecieron la guerra
durante décadas, sin instituciones dispuestas a darlo todo por la reconciliación,
sin lógicas de transición y de construcción dialógica de otra
historia. Odio, venganza y retribución no fueron precisamente los pilares
de esta negociación, pero tampoco las lógicas de perdón y olvido, amnistía
e indulto. El leitmotiv de “aquí no pasó nada” tampoco fue el centro de
esta negociación. El escenario jurídico, social y político estaba dado para
construir un documento u hoja de ruta en clave de transición, víctimas,
derechos humanos, derecho internacional de los derechos humanos,
derecho internacional humanitario y lógicas de transición modernas.
Por primera vez víctimas y victimarios (muchos de ellos también víctimas de
la guerra) construyen un documento de acuerdo en torno a lo fundamental:
justicia, verdad, reparación y no repetición. Un documento complejo que
refleja el nivel de seriedad de la negociación, pero la búsqueda de salidas
efectivas de las causas que originaron el conflicto y el dolor en Colombia.
Más o menos justicia, más verdad, más reparación y reconstrucción del
tejido social. ¿Cómo construir una justicia en medio del odio y la venganza?
¿Cómo depurar el espíritu y ver el futuro entre víctimas y victimarios? Cada punto de la negociación se hizo de manera lenta, concertada y
participativa. Cada vez que lograban acuerdos, el país político celebraba
los grandes avances. Poco a poco vamos conociendo un documento tan
complejo para el cierre de la guerra en Colombia. Leerlo y releerlo, la
gran tarea.
Tierras: la gran deuda por resolver. Miles de campesinos y desplazados
atentos del desarrollo de uno de los componentes del Acuerdo que ofrece
mayor resistencia en un país de grandes latifundios e inequidad. La guerra
se utilizó para despojar a millones de campesinos de la tierra: guerrilla,
Estado y paraestado, cómplices de tamaño despropósito histórico. Este
punto del Acuerdo le cuesta a la clase política tradicional y a aquella que se
benefició con el desplazamiento y el despojo, la misma que hoy titubea o se
niega a avanzar con el cumplimiento completo de este punto de la agenda.
La participación política, otro gran esfuerzo plasmado en el Acuerdo, no
es para menos, de las armas a la política. Algunos frutos dulces, otros
amargos se han cosechado con este punto de la agenda: un estatuto de la
oposición; la creación del partido político de las FARC, con pocas posibilidades
de consolidación; un informe de misión electoral que no fue
desarrollado y quedó para archivos académicos e históricos; el ingreso de
miembros de las FARC al Congreso, altamente positivo, y el hundimiento
de las circunscripciones electorales para las víctimas y los desplazados.
Un punto dedicado a crear las garantías para el no retorno de las condiciones
que dieron lugar a la muerte de miles de colombianos del otrora
partido político UP, la democratización de la sociedad y el respeto de
opciones de izquierda surgidas a partir de procesos de desmovilización
y entrega de armas. En todo caso, una sociedad poco preparada para el
cambio, una clase política poco dispuesta a ceder, un grupo guerrillero
que ingresa soberbio, pero que poco a poco reconoce el largo camino de
la reconciliación.
Y cómo no entender el esfuerzo que realiza el documento para tratar
el tema del narcotráfico y la sustitución de cultivos ilícitos, también de
lenta y preocupante implementación en un país que, como todos los de la
región, está infestado de coca y de economía ilegal. Una opción de sobrevivencia
de millones de campesinos abandonados por el Estado. Pero sin duda uno de los puntos trascendentales del Acuerdo lo constituye
el de la justicia transicional o la justicia del fin de la guerra. Ningún punto
del Acuerdo fue fácil, ninguno, pero el de la justicia fue más que complejo
y significativo. Como lo señalaba César Rodríguez: hay dos extremos para
terminar un conflicto: o con impunidad total, perdonando a todos los
actores involucrados en una guerra (Sudáfrica), o castigando a las miles de
personas que intervinieron en él. El caso colombiano constituye un punto
intermedio. No puede haber amnistía para todos, porque esto sería imposible
desde el punto de vista de la justicia internacional y de las víctimas,
pero tampoco habrá prisión para todos.
En definitiva, estamos ante una justicia en clave de víctimas como claramente
lo explica Andrés Fandiño en este juicioso trabajo en el cual se da un
panorama transversal sobre todo lo que comprende el proceso transicional
colombiano: principios, sanciones, justicia restaurativa, retributiva, social,
formal e informal, justicia territorial, Comisión de la Verdad, Tribunal
Especial para la Paz, antecedentes y retos.
Sin embargo, aunque el clamor de paz es presente y apremiante, la implementación
de esta justicia transicional no durará menos de veinte años. Por
ahora, o al menos es lo que evidencian estos dos años trascurridos a partir
de la firma del Acuerdo Final, boicot y permanente deslegitimación han
sido la constante. Aun así, la búsqueda de la verdad histórica por medio
de formas no adversariales ni retributivas es uno de los componentes sui
generis de este proceso.
La negociación con las FARC tocó elementos relevantes del Estado de
derecho: reincorporación social, justicia, verdad y reparación; tierras,
mujeres, inclusión, género y diversidad. Ya veremos si podremos estar al
nivel de estos retos históricos que nos impone la nueva transición. Pues a
pesar de que el cese de hostilidades con las FARC es un hecho, sin desconocer
sus dificultades, “fin del conflicto” no es lo mismo que “ausencia
de guerra” o lo que kantianamente se conoce como “estado de paz”; la
violencia se manifiesta de muchas formas: simbólicas, culturales, institucionales…
y estas aún están a flor de piel en Colombia. Es decir, mientras
Gobierno y FARC suscribieron un Acuerdo que, entre otras, tuvo como
consecuencia el fin del conflicto; ahora, en cambio, entre todos los actores directos e indirectos de esta guerra se deben construir e implementar las
garantías básicas de la reconciliación. Solo así será posible que Colombia
sane sus heridas morales y pueda repensar un nuevo proyecto de nación
en el cual lo único radical sea la democracia; esto es, la deliberación como
mecanismo de construcción de mínimos de justicia.
Finalmente, y siguiendo la máxima de que en la transición hacia la paz
deben participar todos los sectores, destaco este aporte hecho desde la
academia que, así como el derecho, también debe fungir como “categoría
de integración social”. Por todo esto, celebro la obra de Andrés Fandiño:
hombre dedicado al estudio del tema del conflicto en Colombia y a la
reivindicación de los derechos de las víctimas. Andrés, luego de dos años
del Acuerdo Colón, nos llena de esperanza y fuerza, a pesar de las vicisitudes
de la implementación en su fase inicial y de las dificultades que le
depara la construcción del posconflicto a Colombia.
Bienvenida esta obra al mundo político y jurídico. ¡Por las víctimas!