Tesis
Comida que se bota: el escandalo de los alimentos que terminan en la basura
Fecha
2013Autor
Abate Cruces, Jennifer
Institución
Resumen
Hoy, el mundo tira al tarro de basura la mitad de los alimentos
destinados a la alimentación de las personas. Incluso según los cálculos más
conservadores de los que tienen registro las organizaciones internacionales
especializadas en la materia, esta cifra nunca baja a menos de un tercio.
Miles de millones de dólares se emplean anualmente para asegurar la
alimentación de los seres humanos, gasto al que se suma el enorme
consumo de recursos naturales y medioambientales ligados a la producción
alimentaria, que redundan en la degradación innecesaria del suelo y la
destrucción de los ecosistemas, y el desperdicio de uno de los recursos más
vitales, el agua. Hablamos del mismo planeta en el que cerca de mil millones
de personas aún padecen hambre.
Sin embargo, a pesar de estas demoledoras cifras, poco es lo que se
hace actualmente a nivel de políticas públicas por frenar este despilfarro. Las
razones de esta negligencia son muchas y tienen que ver con fenómenos
estructurales que serán revisados en los próximos capítulos, como la
carencia de tecnologías modernas que permitan aprovechar al máximo el
potencial alimentario en los países más pobres o las inexistentes y a veces
engorrosas políticas de redistribución de los alimentos en los países
desarrollados. Pero probablemente el fenómeno más relevante y
paradójicamente, invisible, relacionado con este problema mundial, sea la
extendida asunción de que el desperdicio es algo inevitable, una suerte de
subproducto de la vida moderna frente al que muy poco puede hacerse.
El escenario planetario de consumo alimentario ha cambiado
radicalmente en los últimos cincuenta años y ha convertido a la comida en un
bien de relativo fácil acceso en el mundo occidental. La riqueza creciente y la
enorme disponibilidad de los alimentos en casi cualquier parte donde se los
busque, sumados al abaratamiento de estos productos y la vida
crecientemente urbana, que aleja a las personas de los centros de producción agrícola y animal y que hace aparecer los alimentos casi por arte
de magia en los supermercados o la mesa, han posibilitado que la comida
hoy sea vista como un bien sumamente seguro y, por tanto, poco valorado.
¿Qué importa perder cuatro manzanas que comienzan a perder su
apetecible color cuando en el supermercado hay otras miles, que se pueden
consumir a un relativo bajo costo?
Obviamente, esto tiene un precio no sólo para los productores, sino
también para los consumidores. Pero el costo más fundamental y doloroso
ligado con el desperdicio no tiene nada que ver con el dinero, sino con las
millones de personas que sufren hambre en el mundo. Cada vez que se
desperdician alimentos, cada vez que la comida en perfecto estado termina
en la basura por razones tan ilógicas como la cosmética, que nos hace alejar
y tirar a la basura un plátano manchado, son los más pobres del mundo los
que pagan. No es una exageración. Uno de los expertos mundiales en este
tema, el investigador inglés Tristram Stuart, explica que “cuando
desperdiciamos comida, la sacamos de los recursos que se utilizan para
producirla, del stock común de recursos disponibles en la Tierra. Por tanto,
en un sistema global de alimentación, donde los ricos y los pobres compran
comida del mismo mercado mundial, este desperdicio, de hecho, le quita
comida al mercado de donde los ricos y pobres obtienen comida. Así que
cuando compramos más de lo que podemos comer y botamos el resto, le
quitamos la comida de la boca a las personas hambrientas”. Y, de paso, le
quitamos a la Tierra los mismos recursos que utiliza para producir los
alimentos necesarios para todo el planeta.
Y si esto resulta aberrante en los países desarrollados, que desde una
lógica puramente económica pareciera que pueden permitirse el “lujo” del
despilfarro frente a la enorme cantidad de recursos con los que cuentan y su
escasa población en riesgo de desnutrición o inseguridad alimentaria, en países como el nuestro, el desperdicio, que alcanza cifras comparables a las
de los países desarrollados, resulta francamente inexplicable.
Según un reciente estudio, develado por CIPER el 22 de marzo de este
año, de los economistas Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez,
Chile es el país más desigual del mundo. Según estos antecedentes, que
cruzaron datos de la Encuesta de Caracterización Económica (CASEN) y del
Servicio de Impuestos Internos (SII), “el país que conformamos el 99% de los
chilenos y el 1% de los ricos presenta mayor concentración de riqueza que
gran parte del mundo capitalista. Ni en Estados Unidos ni en Japón ni en
Inglaterra el 1% de la población de un país goza de tanta participación de la
riqueza de su propio país”. Esto demuestra una sola cosa. Chile es, en
efecto, un país pujante, con cifras arrolladoras que hablan justificadamente
de éxito macroeconómico. Sin embargo, para la enorme mayoría de la
población, esta bonanza que explica el enorme desperdicio de recursos de
todo tipo, incluidos los alimentos, es sólo una ilusión, apropiada a través de
la simbolización del consumo como garante del estatus y promovida desde
los grandes discursos y relatos históricos de nuestro país. La riqueza real la
tienen sólo unos pocos y la verdad es que una buena parte de este país vive
en una situación de precariedad latente, donde, de los seis millones de
personas que reciben un salario, sólo 125 mil obtienen uno de al menos
1.200 mil pesos. Sin siquiera considerar el daño que le hace al planeta y
pensando solamente en la realidad económica diaria de las familias, el
desperdicio de alimentos es, a todas luces, ridículo.
Este reportaje pretende abarcar todos los aspectos relacionados con el
desperdicio de la comida a distintos niveles. Desde la mentalidad que
justifica el sobreconsumo de alimentos, que en nuestro país tiene
características históricas y socioculturales muy puntuales, al
aprovechamiento que de ella hacen los grandes comercios. Desde la
10
maquinaria estructural de la producción alimentaria, que muchas veces no
cuenta con los recursos para frenar adecuadamente el desperdicio, hasta la
indolencia de las personas en sus casas. Desde cómo este desperdicio
afecta a los más pobres, que conforman un vergonzoso mercado que se
alimenta de la basura de otras personas, hasta las iniciativas nacionales y
globales que hoy buscan redistribuir los alimentos para que, como señalara
el pensador inglés John Locke ya en 1690, no se siga ofendiendo la “ley
común de la naturaleza” en un planeta que, teniendo la posibilidad de
alimentar a todos sus habitantes, deja sin comer a un sexto de la población.