En la actualidad el cáncer es uno de los problemas de salud pública más relevantes por su elevada morbilidad y mortalidad y su creciente incidencia según la Organización Mundial de la Salud, WHO por sus siglas en inglés (WHO, 2011). A pesar de los avances en diagnóstico y tratamiento de la enfermedad, el cáncer sigue teniendo una connotación social negativa y un alto impacto emocional. Su carácter crónico (Zabalegui, Gallart, Cabrera, & Bardallo, 2013); la influencia de factores psicológicos y sociales en el transcurso de la enfermedad y en la calidad de vida de los pacientes; la frecuencia de diagnósticos equívocos y falsos positivos, así como de expectativas erróneas sobre la eficacia de estrategias de prevención y tratamientos; señalan la importancia de desarrollar estrategias de mejora de la calidad de atención en las diferentes fases del proceso asistencial de cáncer (Pascoe, Neal, & Allgar, 2004). Si bien, en oncología, es imposible predecir la curación, si se puede asegurar que los procesos de diagnóstico y terapéuticos ofrecidos en forma eficiente, logren un manejo adecuado de la enfermedad, aumentando la posibilidad de éxito en su tratamiento. Este proceso se realizó por muchos años, mediante el empleo de un modelo tradicional de atención del paciente oncológico basado en la decisión individual por un médico especialista, lo que significaba, de requerir atención multidisciplinaria la concurrencia de manera consecutiva y reiterada a varias interconsultas, lo cual resultaba en una atención dispersa, esta forma de atención no pareció tener un impacto importante sobre la morbimortalidad provocada por las enfermedades neoplásicas.